A veces te dejas arrastrar por una tradición que no es tuya, pero en la que participas con gusto. Mi vecina y sus dos amigas tienen una cita fija cada año: una noche en Calella fingiendo ser turistas. “Hoy hacemos de guiris”, decían riendo – hoy hacemos como si fuéramos turista
Este año casi se les olvida. La temporada estaba a punto de terminar, las noches de verano ya habían pasado. Aun así nos sentamos en la terraza, aunque hacía más fresco. “Tendríamos que haberlo hecho antes”, dijo mi vecina. Pedimos cada una medio pollo asado con patatas. Y, claro, una jarra de sangría no podía faltar – dulce, afrutada y festiva. A nuestro alrededor algunos extranjeros, pero las grandes multitudes ya se habían ido.
Después de cenar fuimos a un bar lleno de hombres. Justo al lado de nuestra mesa jugaban al billar. Un español cubierto de tatuajes (¿quién no los tiene hoy en día?) llamó la atención. No era mi tipo, pero una de las amigas casi se derrite. Estaba con un grupo de amigos – creo que alemanes – y el ambiente era animado.
Resultó ser muy simpático y nos invitó espontáneamente a unos chupitos – pequeños vasos de licor fuerte. Nadie preguntó qué era; reímos, brindamos y nos dejamos llevar por el caos alegre de la noche.
No soy la típica guiri, pero por una noche estuve en medio de su juego.